La ciudad dejó de sonar como siempre. No hubo estruendo, ni alarma, ni advertencia. Solo el silencio eléctrico que llega cuando todo lo demás se apaga. Como si alguien hubiese pulsado el interruptor del mundo y nos dejara, por unas horas, solos ante nosotros mismos. Apagón y vulnerabilidad caminaban de la mano, como dos viejos conocidos que sabían exactamente dónde golpear. Lo primero que pensé fue: esto ya lo he vivido. El eco de la pandemia me golpeó el pecho. Otra vez la incertidumbre, otra vez la necesidad de ver con mis propios ojos que mi madre estaba bien. Pero esta vez, ni mensajes ni llamadas: el apagón también había silenciado la comunicación.
Un caos que reveló lo mejor (y lo peor) de nosotros
Salí antes del trabajo, con ese impulso visceral que uno tiene cuando la tecnología falla y solo queda lo humano. No llegué lejos. Córdoba se había convertido en una coreografía desordenada, sin semáforos, sin órdenes automáticas. En cada cruce, la policía local luchaba contra el desconcierto, a mano alzada, como guardianes de un tiempo que creíamos superado. Me emocionó verlos: en medio del caos, todavía había manos que sabían dirigir, no algoritmos.
Por la radio pedían que evitáramos usar el coche. Obedecí. Giré el volante y volví a casa, consciente de que el día no iba a ser uno más.
Recogí a mi hija del colegio. Ella notaba que algo raro pasaba, aunque su risa seguía intacta. Llegamos a casa y tuvimos que inventar la comida: pan, embutido, patatas de bolsa. La vitro y el termo, mudos, nos recordaban nuestra absurda dependencia. Hicimos un picnic improvisado en el salón, como si de pronto nuestra casa fuera una cabaña aislada en el bosque.
Después, busqué mi vieja radio, la misma que usaba cuando el mundo no cabía en una pantalla. Volvió a sonar, áspera pero fiel, y nos acompañó toda la tarde como un perro viejo que nunca te abandona.
Cuando decidí ir a ver a mi madre, cogí el autobús. Sin apps, sin relojes inteligentes, solo intuición y paciencia. Frente a un bazar chino, la gente salía cargada de velas como si la vida dependiera de una mecha encendida. Compraban como quien teme a la oscuridad más que al propio miedo. Nosotros, en casa, descubrimos que tres velitas aromáticas bastaban para espantar todos los fantasmas.
Mi madre estaba bien. Como siempre. Como las cosas que no necesitan wifi ni batería para funcionar. Nos abrazamos y compartimos un rato de la tarde. Y regresé a casa.
Mi hija me esperaba con las cartas en la mano. Jugamos. Reímos. Nos olvidamos del reloj, de los correos, de las notificaciones. Nos duchamos, cenamos ensalada y hablamos de cosas que normalmente se tapan con el ruido de la rutina.
La noche cayó de verdad: sin farolas, sin pantallas. Salí a la terraza y vi un tapiz de pequeñas luces temblorosas: linternas, velas. Cada ventana parecía el corazón de alguien resistiendo. Una vecina contaba, hinchada de dramatismo, que había llenado el depósito del coche “por si las moscas”. Sonreí. En cada apagón hay quien llena bidones de agua y quien llena el alma de tonterías.
El regreso de la luz y la certeza de nuestra fragilidad
La luz volvió de madrugada, discreta, sin aplausos. Pero dejó algo suspendido en el aire: la certeza de nuestra vulnerabilidad. Dependemos de la electricidad como quien depende del aire, pero hemos olvidado respirar sin máquinas. Y mientras tanto, algunos aprovechaban para sembrar bulos y miedo en redes, como plagas de langostas digitales.
Se acerca el cónclave en Roma. Cuando anuncien al nuevo Papa, bastará mirar al cielo para ver la gran fumata blanca. No hará falta red, ni cobertura, ni alertas en el móvil. Solo ojos y cielo. Quizá eso sea lo que realmente necesitamos: menos cobertura… y más humanidad.
¿Sobrevivirías con tres velas… o necesitarías una docena de baterías externas?